por Emilia Ruiz Martínez
Parece mentira que vaya a verte después de tanto tiempo. No sé cómo he conseguido convencerles para que me trajeran hasta aquí. Siempre están intentando protegerme, lo sé, pero me enerva que todos se sientan con el derecho a decidir por mí.
Les dije que tenía una cita inexcusable. Se miraron con el rabillo del ojo, con una leve sonrisa, dando por hecho que se me ha ido la chaveta. Esa actitud altanera me crispa, pero soy consciente de que dependo de ellos… Ya les dije que, con recogerme a media noche, sería suficiente, como la Cenicienta, pero cambiando el cristal del zapato por piel y horma ortopédica y la carroza mágica por esta odiosa silla que me acompaña desde hace tanto. Sin vestido pomposo, con la piel y los ánimos gastados, pero, con una sonrisa, acudo a tu encuentro.
Cómo ha cambiado esta playa. Recuerdo ahora aquellos domingos de verano, cuando traía a mis chiquillas a bañarse y a jugar con la arena. Creo que no fui tan mala madre; conseguí ser la perfecta cocinera, limpiadora, cuidadora y sanadora de heridas y hasta maestra a ratitos. No tiene ningún sentido haberme dedicado a criar, a sufrir por los hijos, para verme ahora así. Sí, se preocupan por mí, pero me duele haber pasado de ser la mamá rodeada de polluelos a la vieja gallina clueca a la que todo el mundo espanta.
En aquel embarcadero te conocí una tarde de septiembre. Acompañaba a dos amigas que querían flirtear con aquellos muchachos que iban contigo… Tú eras distinto. Siempre lo supe. Siempre lo he sabido. Hablando de ti, los verbos parecen no tener tiempo, y es que, desde que se cruzaron nuestros caminos, tengo la sensación de que formamos un continuo del que desconozco el principio y para el que no parece haber punto y aparte y, mucho menos, final. Me costó años entender por qué aquella tarde en la playa me dijiste “ya te conocía”. Ahora lo sé, estamos en esto desde antes de que fuéramos nosotros.
Fue el día de mi cumpleaños. Era una niña a punto de estrenar los catorce, como tú. Ambos deseábamos ser adultos y libres para descubrir sin reservas el primer amor. Nuestro maestro nos lo había explicado. Era la primera vez que el hombre moderno asistiría a un espectáculo como aquel: “El Halley es el único cometa que un ser humano puede llegar a ver incluso dos veces en su vida”. Aquel 25 de febrero fue para nosotros la primera. En los ochenta, del siglo pasado (amigo mío, que somos testimonio vivo de un tiempo ya casi olvidado y, para nuestros bisnietos, desconocido), todo era distinto. Cualquiera se habría reído ahora al vernos, frente a las estrellas, sin dispositivo de captura de imágenes; dejando solo a las retinas contemplar el cielo y compartir después su registro con nuestros cerebros. No sabíamos entonces que, tras el paso del cometa, la vida nos abocaría al vacío y la desesperanza, tan extremos y tan propios del espíritu adolescente.
El aire fresco del mar venía a enfriar el fuego, el del cuerpo celeste y el de nuestros cuerpos terrestres. En comunión con el cosmos, que nos regalaba aquella instantánea fugaz, y con nosotros mismos, quedamos marcados con la señal del amor.
“¿Crees que volverá a suceder?” Te pregunté. Y tú, con firme convencimiento, me dijiste “Volverá. Volverá ese cometa y volveremos nosotros. Estamos volviendo desde mucho antes de llegar a esta orilla del cielo. He esperado cinco mil años y esperaré por lo menos otros cinco mil, aunque tenga que morir cien veces”.
Menos mal que sé que aún no has muerto y que podré verte, y quizá retenerte, de nuevo. Me ha costado llegar ilesa a nuestra cita. Hace quince años que peleo por despertar y encontrar la energía que me ayude. Mantuve la ilusión, aun sabiendo que vivías muy lejos. Me fascinaba pensar en tus desvaríos sobre reencuentros “cronoestelares” y, aun así, conseguí trazar mi propio camino, mi familia, mis hijas y mi esposo… Si alguna vez te olvidé, fue transitoriamente, por supervivencia. Desde hace unos años, ha sido imposible no pensar en ti, en la vida que podría haber sido y no fue y la que espero que sea ahora, al final del viaje.
Hace semanas que hablan del regreso del Halley. “¿Y tú, abuelita, te acuerdas de tu primera vez? Sí –contesté-; estaba oscuro y despejado. Me estrechó y acarició. Surcó el cielo aquella fulgurante luz, dibujando sobre nuestras cabezas el mapa del futuro…”. ¡Pobrecito! ¿Cómo explicarle lo que nadie entiende?
Apenas hace frío ya a comienzos de mayo. Llevo toda una vida, o quizá más, preparándome para esta noche. Como tardes más, no nos dará tiempo a subir al faro. Espero que sea verdad que lo tienes todo previsto, porque comprenderás que en silla es difícil atreverse con las escaleras y yo quiero llegar a tiempo. ¿Quién lo diría, verdad? Setenta y cinco años después, juntos, acodados en la barandilla, mirando el cielo iluminado de nuevo por el cometa. No me siento tan vieja ahora que me has levantado y me agarras la cintura. Quién diría que tenemos casi noventa años y cientos de arrugas entre los dos. En este mismo instante, a tu lado y con el firmamento mirándonos, siento bajo la blusa la tersura en la piel de los catorce y la exaltada sensación de quien siente que ya ha llegado a puerto y puede echar el ancla para siempre. No me mires así, que me ruborizas. Esa gabardina beige te sigue dando un porte elegante. Abrázame. Dime cuántos años faltan para verte de nuevo. No tengo miedo ni al tiempo ni a las alturas… Ya llega. La próxima vez estaremos al otro lado de su estela. Salta, no temas, cinco mil años nos esperan.
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