“Podrán quitarnos la vida, pero jamás nuestra libertad”. A William Wallace lo reconocemos en el rostro de Mel Gibson, a quien los escoceses han adoptado como hijo predilecto. No es para menos: su épica “Braveheart” les proporcionó un chute de orgullo patrio de enormes proporciones, justo el sentimiento contrario al que experimenta Carod-Rovira cuando pasan por la tele “El Cid”, una peli llena de “momentos Heston”, como diría Rosa Belmonte. Y eso que el auténtico Wallace medía más de un metro noventa, talla que ya quisiera para sí Mel Gibson. Se cuenta que en el rodaje de “El año que vivimos peligrosamente” tuvo que ponerse alzas para dar réplica a Sigourney Weaver. Pero ese pequeño detalle, como otras licencias que se toma en su filme sobre el héroe escocés, se le perdonan allí y aquí. Al fin y al cabo nos hizo pasar un buen rato: esas batallas con faldas y a lo loco, los maravillosos paisajes de las Tierras Altas, la música de James Horner… y las arengas en favor de la libertad, le valieron cinco Oscar, incluido el de mejor película. Esa palabra, “freedom”, que pierde terreno en estos tiempos oscuros en favor de la palabra de moda, “paz”, está inscrita en muchas estatuas de Wallace a lo largo y ancho de Escocia. En Stirling libró su batalla más importante, destrozando al ejército enviado por Eduardo I de Inglaterra. Un monumento sobre una colina conmemora esa victoria y al propio “corazón bravo”.
Texto: Miguel A. Barroso.
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