Quien tenga hijos pequeños habrá escuchado alguna vez esta pregunta: “¿Dónde vamos cuando nos morimos?”. También sabrá que las largas cambiadas no dan resultado con los niños, de modo que la respuesta más potable, se crea o no en ella, suele ser: “Al cielo”. Ya habrá tiempo para más explicaciones. Un amigo está convencido de que cuando se muera lo enterrarán “y se habrá acabado para siempre la historia”, pero se cuida por ahora de dar esta versión a sus retoños, pues resultaría demasiado brutal. Es curioso. La única certeza que tengo cuando pienso en la muerte se la debo a mis hijas. Vivimos mientras nos recuerdan. Lo hablé con mi compañero de viaje en Escocia mientras explorábamos el cementerio de Kenmore, en Perthshire. Otro misterio: nos pasamos la vida escapando de la muerte pero los camposantos ejercen una extraña seducción en nosotros. Vale, rezuman melancolía, dan morbo y algunos incluso son muy bellos, pero hay algo más, algo parecido a la afición por las esquelas de los periódicos. Si estoy leyendo que tú estás muerto es porque yo estoy vivo. Lo cual no deja de ser un detalle importante. Así que caía la noche sobre ese cementerio de lápidas centenarias y cruces celtas enfermas de líquenes, y nosotros haciendo fotos y fijándonos en las inscripciones, mira éste, del clan MacLeod, muerto en 1767… ¿se acordará alguien de él? No, porque quienes le conocieron -sus hijos, sus nietos, sus amigos y enemigos, sus amantes…- se borraron de este mundo, y a los profanadores de su intimidad, a nosotros, el personaje no nos dice nada: sólo es un nombre en una piedra devorada por los estragos del tiempo.
Texto: Miguel A. Barroso
Leave a reply