Anfiteatro de Tarraco, Tarragona
Fotografía Miguel Berrocal Texto Maica Rivera
La palabra anfiteatro evoca un periodo de la historia en la que el poder político, las religiones organizadas y la estratificación social formaron una de las sociedades más influyentes de la Edad Antigua: la civilización romana. En esa época el anfiteatro era un tipo de edificio en el se celebraban diversos actos públicos como combates de gladiadores, luchas con animales, competiciones atléticas, e incluso se aplicaban penas de muerte.
Vestigios de unas setenta y cinco de estas construcciones han sido encontrados en localidades del orbe que pertenecieron al Imperio romano. Dichos restos son testimonio imborrable del poder de Roma en el pasado. Uno de ellos es el anfiteatro de Tarraco, Tarragona.
Un anfiteatro coronado por el Mediterráneo
El anfiteatro de Tarraco fue edificado a finales del siglo II d. C. Su forma arquitectónica es elíptica. De esta manera, los gladiadores accedían a la arena por las puertas situadas en los extremos de su eje, ofreciendo al público una perspectiva inmejorable del comienzo del espectáculo.
Ubicado tras la muralla de la ciudad y frente al mar, el anfiteatro se dispuso así para facilitar el desembarco de los animales que se usaban en las exhibiciones y juegos. El resultado fue un anfiteatro que aprovechaba la topografía del terreno y se coronaba con la belleza del Mediterráneo.
Su aforo se estima en una capacidad máxima de 12.750 personas. Poco se conoce sobre el funcionamiento concreto del anfiteatro tarraconense, tan solo existe un documento contemporáneo a él –datado con anterioridad al año 325– que menciona el edificio y ofrece algunas referencias reales: la Passio Fructuosi. El texto narra el proceso martirial del obispo Fructuoso y de sus diáconos, Augurio y Eulogio, quemados vivos en el centro de la arena el viernes 21 de enero del año 259, entre las 10 y las 11 de la mañana. Estas muertes fueron una consecuencia directa de los decretos contra los cristianos.
Durante sus casi dos milenios, el recinto ha albergado otros edificios
A finales del siglo VI, en el espacio del anfiteatro se levantó una gran basílica visigoda que originó una pequeña área funeraria a su alrededor. Muchas de las lápidas eran parte del material del antiguo anfiteatro.
Seiscientos años después, la construcción de una nueva iglesia románica sobre la anterior convirtió el recinto –por estar situado tras la muralla– en un santuario extramuros. Ese fue el motivo de que el terreno del anfiteatro se conociera como un lugar de acogida y de cuarentena en los episodios de peste. Sin embargo, debido a la llegada del Islam, la iglesia permaneció abandonada durante cuatro siglos.
La historia de Tarragona siguió su curso sin que nadie ni nada ocupara la superficie del antiguo anfiteatro, hasta que en el siglo XVI, la presencia de una comunidad monástica aumentó el numero de construcciones fuera de la seguridad de la muralla, encubriendo con ellas el antiguo templo cristiano.
A partir del año 1792, el antiguo convento monástico se acondicionó para acoger una serie de prisioneros de guerra. Esta nueva actividad se fue ampliando hasta constituir el único uso del edificio. Finalmente se cerró todo el recinto con muros de seguridad y se constituyó como el penal del Milagro. Sobre el pulpitum del anfiteatro se instaló la garita de vigilancia.
El Milagro tuvo en su interior hasta el año 1908 toda clase de presidiarios. En ese año fue desalojado y se derribaron las edificaciones adosadas a la antigua iglesia medieval, haciéndola visible. Años más tarde, tras el hundimiento de la citada iglesia, el espacio quedó abandonado.
El aspecto actual del yacimiento del anfiteatro romano se debe a los trabajos de excavación dirigidos por el Museo Arqueológico Provincial entre los años 1948 y 1957, los cuales extrajeron de la tierra los restos del primigenio edificio.
A día de hoy, las gradas restauradas permiten un aforo de ochocientas personas y en la arena del anfiteatro se representan anualmente combates de gladiadores en el marco del festival Tarraco Viva, así como representaciones de La Pasión de San Fructuoso.
El mar lo enmarca
Siete siglos fue el tiempo que los romanos estuvieron en Hispania. Contemplo desde la altura el anfiteatro. El mar lo enmarca tan cercano que parece que sus olas tocarán las piedras que lo conforman y levantan.
Desciendo por el recinto. Me siento en las gradas restauradas. Un inclemente sol me recuerda que en ocasiones aquí se desplegaban enormes carpas. Imagino el bullicio del gentío, mezclado con los gritos de los gladiadores… También con las súplicas de los que quemaban y con el rugir de las fieras asustadas. Creo percibir que el miedo no solo en la arena reinaba, pues no concibo la necesidad de derramar sangre si no es por sentir amenaza. Quizás fuera eso lo que –a pesar de ser Imperio– en Roma dominaba: un continuo temor a que la vida acabara.
Aún sentada, el aroma del Mediterráneo no permite olvidar que en aquella época el olor de la muerte enmascaraba.
Aquí, en el anfiteatro de Tarraco, tomo consciencia de que seguramente por mis venas corra sangre romana, ya que presencio el salvaje espectáculo de la vida y tengo la sensación de que no intento cambiar nada.
Un abrazo.
https://maicarivera.com/anfiteatro-de-tarraco-tarragona/
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