Una adormilada expresión maquilla mi rostro a las 7,30 de este primer día de regreso a la realidad, cuando por fin llega el convoy de Alcalá. Apuro el cigarro, respiro hondo y subo al vagón. Apenas treinta segundos después, un pitido fuerte e intermitente anuncia el cierre de puertas. No hay peligro, aún no somos los suficientes viajeros, cabemos holgadamente, sin necesidad de apretarnos unos contra otros al oír la señal. Siete u ocho minutos después, el tren entra en la estación de Atocha, el gran hormiguero de más de 7 vías donde se cruzan caminos, direcciones, destinos, vidas; en definitiva, personas.
Estamos todos montados. Todavía no he conseguido asiento; para eso me quedan aún más de cinco estaciones, atravesar la ciudad por la oscuridad de los túneles del cercanías y leer, por lo menos, los titulares del día en el periódico del señor con el que comparto frontera textil (que casi vamos del brazo, vaya). Bajo un poco los ojos para intentar leer sin gafas las noticias, mientras la señora de atrás me clava el aliento en la nuca. Puedo sentir su cálida respiración detrás de mí; también, el intenso pachulí que eligió esta mañana para ir a trabajar. ¿Qué opinará ella de que le esté clavando mi enorme bolso en el costado? Todo depende del cristal desde el que se mira, está claro.
En Nuevos Ministerios, el centro económico y financiero de Madrid, se baja el impaciente hombre del maletín y el reloj de pulsera. El grupo de amigos-trabajadores lo ha hecho en la estación de Ramón y Cajal (quizá sean empleados del hospital). En Las Rozas se apeará la joven de auriculares y el libro de anatomía. Ahora sí que sí, ya puedo sentarme y abrir mi libro, mirar el paisaje hasta que lleguemos al final de trayecto y deleitarme con algún ciervo del Monte del Pardo.
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