Una historia habitual: un personaje vive sus últimos días en un pueblecito perdido en la costa, lejos de su cuna, y decide que lo entierren allí cuando muera. Otros piden que sus familiares y amigos esparzan sus cenizas en el mar, o a los pies de una montaña. Recuerdo un viaje de trabajo a Galicia con un compañero. “Vamos a pasar junto al muro de una iglesia donde siempre que hago esta ruta veo al mismo abuelo sentado”, me dijo. Pero en esa ocasión no estaba. “Habrá pasado a la finca”, añadió, señalando el cementerio que había junto al templo. Es curiosa la preocupación de mucha gente sobre el destino de sus huesos, sean creyentes o santos laicos. Yo, por ejemplo, ya he dado instrucciones y amenazado a mis herederos con que les perseguirá mi fantasma si no cumplen mis deseos. Pero… ¿por qué querría el tipo del principio descansar junto al mar, acaso los muertos pueden disfrutar de las vistas? ¿Las cenizas hacen submarinismo? Escribamos un epitafio grande, simbólico, para que nos recuerden durante un tiempo… aunque el camino sea igual para todos, no hay pérdida, lleva a la finca, como en este rincón de las Shetland donde algunos quisieron quedarse para siempre. Texto Miguel Á. Barroso
Foto Miguel Berrocal
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